/ martes 24 de octubre de 2017

La (misma) historia sin fin...próximas guerras en Medio Oriente

Seis años de combates en Siria e Irak han generado nuevos grupos y nacionalismos en la región

PARÍS, Francia. Cuando una guerra termina en Oriente Medio, otra se prepara. El final del conflicto sirio y la derrota del grupo yihadista Estado Islámico (EI) dejan probablemente más problemas que soluciones y abre las puertas a un futuro escalofriante.

Es difícil imaginar que del contexto actual pueda salir una fórmula de estabilidad y -aun menos- una solución política durable.

Los últimos seis años de despiadados enfrentamientos en Siria e Irak liberaron a los viejos demonios encerrados en la caja de Pandora desde hace un siglo: permitieron el regreso de Rusia a la región y el declive de la influencia norteamericana, provocaron el surgimiento de nuevos grupos políticos y milicias, reavivaron brasas que parecían extinguidas desde el final de la Primera Guerra Mundial, alentaron revanchas postergadas y despertaron nacionalismos dormidos, resucitaron odios religiosos y rivalidades geopolíticas, generaron nuevos rencores, incitaron ambiciones y -en pocas palabras- abrieron decenas de bocas por las cuales puede volver a activarse el peligroso volcán de Oriente Medio.

“Antes de un año habrá otra guerra de primera magnitud en la región”, pronostica -sin titubear- Hasni Habidi, especialista del mundo árabe.

El primer conflicto, que comenzó antes de la caída de Mosul y Raqa, es el enfrentamiento entre grupos islamistas rivales, que ambicionan ocupar las regiones que estaban en poder del EI y quedarse con sus despojos. Aunque deba abandonar Siria e Irak, el EI posee bases de repliegue estratégico en Libia, Afganistán, Filipinas y en la triple frontera que controla Boko Haram entre Nigeria, Camerún y Chad. “Desde esas posiciones podría pilotear nuevas ofensivas terroristas contra Europa y Estados Unidos”, señala el experto belga Claude Moniquet.

Otro foco a punto de estallar es el Kurdistán, región a caballo entre el oeste de Irán, el norte de Siria e Irak y el este de Turquía. Ninguno de esos países tiene el menor interés en ver surgir un Estado independiente. Pero Massoud Barzani, líder del Partido Democrático de Kurdistán (PDK) y presidente del gobierno regional del Kurdistán iraquí, espera cobrar los dividendos de la lucha que libraron sus combatientes peshmergas -en primera línea de fuego- para derrotar al “califato” creado en 2014 por Abu Bakr al Baghdadi.

Desde que terminó la Primera Guerra Mundial, las grandes potencias prometieron dos veces la independencia de Kurdistán. Ahora, una vez más, apenas sonó el último disparo en el conflicto contra los yihadistas, los iraquíes expulsaron a los peshmergas de Mosul y comenzaron a preparar el asalto de Erbil, la capital kurda.

El pretexto para justificar ese enfrentamiento es el referéndum sobre la independencia del Kurdistán iraquí organizado hace tres semanas por Barzani. Una guerra en esa rica región petrolera también amenaza con precipitar la intervención -directa o indirecta- de Turquía e Irán, una perspectiva que comporta dos graves riesgos.

Por un lado, ese escenario amenaza con provocar peligrosas fricciones entre dos potencias regionales rivales, tanto desde el punto de vista militar como religioso (sunitas turcos contra chiitas iraníes). “Otro peligro, mucho más grave desde una perspectiva geopolítica, sería el fortalecimiento de la presencia rusa en Siria con el pretexto de impedir un enfrentamiento directo entre los dos colosos regionales”, calcula la investigadora británica Jane Kinninmont.

Turquía está decidida a impedir -a cualquier precio- la extensión de la presencia de Irán en Siria, que actualmente se manifiesta de dos formas. La más importante fue la participación de 5 mil pasdaran (Guardianes de la Revolución), que pagaron un fuerte tributo (cerca de 250 muertos en combate, entre ellos dos generales) más una asistencia financiera que osciló entre 6 mil y 35 mil millones de dólares por año.

En Siria también combatieron hasta 20 mil hombres del Hezbollah.

Esa milicia chiita libanesa, aliada incondicional del régimen de Teherán, sufrió cerca de mil 500 bajas en la guerra y no piensa abandonar el control de las zonas que ahora se encuentran bajo su autoridad. Esas posiciones forman parte del gran diseño geopolítico construido pacientemente por la teocracia iraní gracias a las torpezas cometidas por Estados Unidos en la región desde la intervención contra Saddam Hussein en 2003: un corredor estratégico continuo que se extiende desde el Golfo Pérsico al Mediterráneo y le acuerda un virtual derecho de veto sobre la política de Irak, Siria y el Líbano.

En estos 15 años, Irán consiguió desintegrar el frente sunita -desunido y derrotado-, neutralizó en parte a Turquía, a los palestinos de Hamas y al rico emirato de Catar, se convirtió en un aliado crucial de Rusia, tejió lazos privilegiados con China y se posicionó como una seria amenaza para Arabia Saudita a nivel regional.

Mal que le pese a Donald Trump, empecinado en desconocer el tratado de desnuclearización firmado en 2015 en Viena, Irán -con o sin bomba atómica- es ahora un actor de primer plano a nivel planetario.

Esa impetuosa presencia en el tablero estratégico regional terminó por convertirse en un factor de alto riesgo. Por un lado, el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu advirtió a Vladimir Putin que no tolerará un frente oriental (es decir en Siria) que permita a Irán apuntar sus misiles contra su país. La misma amenaza se aplica en caso de que su aliado Hezbollah decida instalar una república chiita informal en el sur del Líbano. Es una de las hipótesis de guerra “más probables e inminentes” que manejan algunos expertos del think tank británico Chatham House.

El otro peligro puede provenir de las guerras proxies que libran Irán y Arabia Saudita en Yemen y de las luchas de influencia que han desatado las dos potencias regionales en la zona del Golfo. El menor desliz en esa zona cargada de antagonismos, ambiciones, resentimientos y fanatismos puede tener el efecto de una chispa en un barril de pólvora.

PARÍS, Francia. Cuando una guerra termina en Oriente Medio, otra se prepara. El final del conflicto sirio y la derrota del grupo yihadista Estado Islámico (EI) dejan probablemente más problemas que soluciones y abre las puertas a un futuro escalofriante.

Es difícil imaginar que del contexto actual pueda salir una fórmula de estabilidad y -aun menos- una solución política durable.

Los últimos seis años de despiadados enfrentamientos en Siria e Irak liberaron a los viejos demonios encerrados en la caja de Pandora desde hace un siglo: permitieron el regreso de Rusia a la región y el declive de la influencia norteamericana, provocaron el surgimiento de nuevos grupos políticos y milicias, reavivaron brasas que parecían extinguidas desde el final de la Primera Guerra Mundial, alentaron revanchas postergadas y despertaron nacionalismos dormidos, resucitaron odios religiosos y rivalidades geopolíticas, generaron nuevos rencores, incitaron ambiciones y -en pocas palabras- abrieron decenas de bocas por las cuales puede volver a activarse el peligroso volcán de Oriente Medio.

“Antes de un año habrá otra guerra de primera magnitud en la región”, pronostica -sin titubear- Hasni Habidi, especialista del mundo árabe.

El primer conflicto, que comenzó antes de la caída de Mosul y Raqa, es el enfrentamiento entre grupos islamistas rivales, que ambicionan ocupar las regiones que estaban en poder del EI y quedarse con sus despojos. Aunque deba abandonar Siria e Irak, el EI posee bases de repliegue estratégico en Libia, Afganistán, Filipinas y en la triple frontera que controla Boko Haram entre Nigeria, Camerún y Chad. “Desde esas posiciones podría pilotear nuevas ofensivas terroristas contra Europa y Estados Unidos”, señala el experto belga Claude Moniquet.

Otro foco a punto de estallar es el Kurdistán, región a caballo entre el oeste de Irán, el norte de Siria e Irak y el este de Turquía. Ninguno de esos países tiene el menor interés en ver surgir un Estado independiente. Pero Massoud Barzani, líder del Partido Democrático de Kurdistán (PDK) y presidente del gobierno regional del Kurdistán iraquí, espera cobrar los dividendos de la lucha que libraron sus combatientes peshmergas -en primera línea de fuego- para derrotar al “califato” creado en 2014 por Abu Bakr al Baghdadi.

Desde que terminó la Primera Guerra Mundial, las grandes potencias prometieron dos veces la independencia de Kurdistán. Ahora, una vez más, apenas sonó el último disparo en el conflicto contra los yihadistas, los iraquíes expulsaron a los peshmergas de Mosul y comenzaron a preparar el asalto de Erbil, la capital kurda.

El pretexto para justificar ese enfrentamiento es el referéndum sobre la independencia del Kurdistán iraquí organizado hace tres semanas por Barzani. Una guerra en esa rica región petrolera también amenaza con precipitar la intervención -directa o indirecta- de Turquía e Irán, una perspectiva que comporta dos graves riesgos.

Por un lado, ese escenario amenaza con provocar peligrosas fricciones entre dos potencias regionales rivales, tanto desde el punto de vista militar como religioso (sunitas turcos contra chiitas iraníes). “Otro peligro, mucho más grave desde una perspectiva geopolítica, sería el fortalecimiento de la presencia rusa en Siria con el pretexto de impedir un enfrentamiento directo entre los dos colosos regionales”, calcula la investigadora británica Jane Kinninmont.

Turquía está decidida a impedir -a cualquier precio- la extensión de la presencia de Irán en Siria, que actualmente se manifiesta de dos formas. La más importante fue la participación de 5 mil pasdaran (Guardianes de la Revolución), que pagaron un fuerte tributo (cerca de 250 muertos en combate, entre ellos dos generales) más una asistencia financiera que osciló entre 6 mil y 35 mil millones de dólares por año.

En Siria también combatieron hasta 20 mil hombres del Hezbollah.

Esa milicia chiita libanesa, aliada incondicional del régimen de Teherán, sufrió cerca de mil 500 bajas en la guerra y no piensa abandonar el control de las zonas que ahora se encuentran bajo su autoridad. Esas posiciones forman parte del gran diseño geopolítico construido pacientemente por la teocracia iraní gracias a las torpezas cometidas por Estados Unidos en la región desde la intervención contra Saddam Hussein en 2003: un corredor estratégico continuo que se extiende desde el Golfo Pérsico al Mediterráneo y le acuerda un virtual derecho de veto sobre la política de Irak, Siria y el Líbano.

En estos 15 años, Irán consiguió desintegrar el frente sunita -desunido y derrotado-, neutralizó en parte a Turquía, a los palestinos de Hamas y al rico emirato de Catar, se convirtió en un aliado crucial de Rusia, tejió lazos privilegiados con China y se posicionó como una seria amenaza para Arabia Saudita a nivel regional.

Mal que le pese a Donald Trump, empecinado en desconocer el tratado de desnuclearización firmado en 2015 en Viena, Irán -con o sin bomba atómica- es ahora un actor de primer plano a nivel planetario.

Esa impetuosa presencia en el tablero estratégico regional terminó por convertirse en un factor de alto riesgo. Por un lado, el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu advirtió a Vladimir Putin que no tolerará un frente oriental (es decir en Siria) que permita a Irán apuntar sus misiles contra su país. La misma amenaza se aplica en caso de que su aliado Hezbollah decida instalar una república chiita informal en el sur del Líbano. Es una de las hipótesis de guerra “más probables e inminentes” que manejan algunos expertos del think tank británico Chatham House.

El otro peligro puede provenir de las guerras proxies que libran Irán y Arabia Saudita en Yemen y de las luchas de influencia que han desatado las dos potencias regionales en la zona del Golfo. El menor desliz en esa zona cargada de antagonismos, ambiciones, resentimientos y fanatismos puede tener el efecto de una chispa en un barril de pólvora.

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