/ domingo 8 de julio de 2018

"Es que mi jefe es raro"... 90 días en campaña con Ricardo Anaya

La personalidad del candidato de la coalición Por México al Frente sorprendía a reporteros y colaboradores

En el pasado proceso electoral, los reporteros que cubrieron las actividades de los tres principales candidatos a la Presidencia de la República fueron testigos privilegiados. Aquí nos cuentan en primera persona lo que padecieron y gozaron; lo mismo sufrieron los rigores e incomodidades de largas giras y actos multitudinarios, que vivieron por primera vez la experiencia de contar a los demás cómo se desarrollaba esta campaña, que resultó para ellos, única e irrepetible.

Cuando uno decide ser reportero sabe los sacrificios que implica la profesión. Sin embargo, la cobertura de una campaña presidencial acota, aún más, los espacios para ver a los seres queridos ya que la agenda personal queda sujeta a la del candidato.

Te recomendamos: En voz de los reporteros, así fueron los 90 días en campaña con AMLO, Anaya y Meade

Durante los tres meses que seguí a Ricardo Anaya, candidato de la coalición Por México al Frente, dejé de ver varios fines de semana a mi hija de cinco años, eso me dolió, pero cada vez que tocaba tierra, si la hora me lo permitía, le llamaba para saludarla.

La última vez que coincidí en un vuelo con el candidato, al aterrizar fuimos transportados a la terminal, desde ahí llamé a mi hija para darle las buenas noches mediante una videollamada, Anaya tuvo el curioso detalle de colocarse detrás de mí para salir en el video y saludar a mi pequeña; al cortar la transmisión comentamos que los cinco años son la mejor edad infantil. Era ya el ocaso de su campaña y se veía un candidato más relajado. Muchos suponían que se había hecho a la idea que la batalla estaba perdida.

Durante la campaña, los reporteros sólo teníamos la certeza de que lunes y martes Anaya permanecería en la Ciudad de México y de ahí, los otros días, podía salir a cualquier estado de la República; siempre para volver en el vuelo de la noche.

Rara vez pernoctaba en otra ciudad, y siempre mantenía secrecía en su agenda. Su casa de campaña la conocimos un mes antes de que concluyera la campaña, mediante una invitación muy selectiva que hicieron sus estrategas a los periodistas.

En sus conferencias matutinas, para los reporteros era un misterio total saber cuáles serían sus eventos de cada semana; él siempre respondía que sus asistentes nos los darían.

En una de esas mañanas tortuosas en que llegamos a la conferenciade prensa de las siete de la mañana (y digo tortuosa porque difícilmente daba una declaración contundente), Anaya me vio con mi casco de ciclista afuera de la sala, eran cerca de las 6:45 de la mañana —él siempre fue muy puntual— y noté cierto entusiasmo en él al inferir que yo llegaba en mi vehículo no contaminante a la sede del evento en un hotel de la Colonia Anzures.

Y es que uno de los pasatiempos favoritos del panista, además de la meditación, es la bicicleta; hace unos años, cuando era diputado federal, organizó una rodada ciclista de Bellas Artes a San Lázaro. Incluso en Playa del Carmen, Quintana Roo, quiso organizar una rodada como parte de su campaña, pero una tremenda lluvia frustró el acto y se quedó con ganas de pedalear allá.


Anaya se transforma cuando toma el micrófono. Antes es pausado, cuidadoso en cada detalle, ensimismado, parece un robot. La mayor parte del tiempo luce introspectivo. Pero cuando sube al escenario sonríe todo el tiempo.

Recuerdo que mi primer trato directo con él, más allá de las entrevistas banqueteras, fue en el periodo de intercampaña, el 19 de marzo, al final del registro de Diego Sinhué Rodríguez —virtual gobernador electo de Guanajuato—, único estado que dominó el PAN en este proceso electoral.

En esa ocasión apenas cruzamos un saludo, y sólo dos medios nacionales lo seguimos hasta la capital de Guanajuato. En el lugar, había un puñado de medios locales y, al final del evento, me lo encontré de frente, cuando él ya estaba a bordo de una camioneta blanca tipo Suburban, sólo con su chofer y a punto de salir del Instituto Electoral guanajuatense rumbo a la Ciudad de México.

Me llamó la atención que no llevaba escolta ni a su asistente particular Osiris Hernández, que lo apoyaba en todo. Incluso, Santiago Creel que lo acompañó en la mayoría de los eventos durante los tres meses de campaña, tampoco viajaba con él, pese a haber estado en el evento. Anaya de pronto solía estar solo cuando llegaba a algún mitin.

Al verlo de frente, mientras yo esperaba un milagro para salir de enmedio de la nada, él bajó el cristal de su ventanilla y se detuvo un momento. Me saludó como si me conociera de tiempo atrás.

—¿Qué pasó cabrón? —dijo enérgico y sonriente.

Me extrañó su exagerada confianza, pues era prácticamente el primer trato que tenía con él, dado que no lo cubrí cuando fue presidente del PAN.

—¿A dónde vamos mañana? —dije, correspondiendo la familiaridad y dando a entender que teníamos el mismo rumbo.

—No sé-- respondió como imprimiendo simpatía y sinceridad.

—Bueno, quedo pendiente, cuídate candidato. — le respondí, suponiendo que si ocultaba algo tan simple como su agenda del siguiente día, menos me diría algo más importante de su estrategia de campaña.

Su equipo de campaña tampoco soltaba prenda y únicamente a quienes nos conocían por haber cubierto al Partido Acción Nacional años atrás nos confiaban una agenda previa del candidato.

En una ocasión, un compañero reportero con bastante experiencia me dijo: “lo que mal empieza mal acaba, y vas a ver cómo termina este cabrón”.

Sólo una vez lo vi salirse de su guion frente a los medios, y fue en la ciudad de Saltillo, Coahuila: una reportera, corresponsal de la televisora del Ajusco, lo increpó al grado de reventar la rueda de prensa; le cuestionaba si le daba miedo ir a España, debido a que supuestamente el PRI había buscado revivir las acusaciones del caso Barreiro en ese país mediante una denuncia anónima.

A cada respuesta que trataba de dar Anaya frente a las cámaras, la reportera preguntaba lo mismo, arrebatándole la palabra, al grado que el candidato, casi le suplicó que lo dejara continuar, dado que ya le había respondido con su clásica frase sobre ese tema: “el PRI quiere que me dedique a hablar de ello y no lo voy a hacer”.

Acto seguido, el panista salió a dar quizá uno de los discursos más enérgicos de su campaña, y aseguró que iba a ganarle al PRI “a punta de votos”, rompiendo la tibieza que le había caracterizado en sus actos de campaña hasta entonces.

Cuando Ricardo Anaya demostró cierta contundencia en el primer debate presidencial del INE, le pregunté a una asistente muy cercana a él — cuya labor, entre otras, era hacer las fichas nemotécnicas para recordar los nombres de los políticos locales a quienes tenía que saludar al inicio de algún evento—, si su jefe estaba feliz de haber ganado ese primer debate, y ella me contestó que no sabía: “es que mi jefe es raro”, describió la joven.

En el pasado proceso electoral, los reporteros que cubrieron las actividades de los tres principales candidatos a la Presidencia de la República fueron testigos privilegiados. Aquí nos cuentan en primera persona lo que padecieron y gozaron; lo mismo sufrieron los rigores e incomodidades de largas giras y actos multitudinarios, que vivieron por primera vez la experiencia de contar a los demás cómo se desarrollaba esta campaña, que resultó para ellos, única e irrepetible.

Cuando uno decide ser reportero sabe los sacrificios que implica la profesión. Sin embargo, la cobertura de una campaña presidencial acota, aún más, los espacios para ver a los seres queridos ya que la agenda personal queda sujeta a la del candidato.

Te recomendamos: En voz de los reporteros, así fueron los 90 días en campaña con AMLO, Anaya y Meade

Durante los tres meses que seguí a Ricardo Anaya, candidato de la coalición Por México al Frente, dejé de ver varios fines de semana a mi hija de cinco años, eso me dolió, pero cada vez que tocaba tierra, si la hora me lo permitía, le llamaba para saludarla.

La última vez que coincidí en un vuelo con el candidato, al aterrizar fuimos transportados a la terminal, desde ahí llamé a mi hija para darle las buenas noches mediante una videollamada, Anaya tuvo el curioso detalle de colocarse detrás de mí para salir en el video y saludar a mi pequeña; al cortar la transmisión comentamos que los cinco años son la mejor edad infantil. Era ya el ocaso de su campaña y se veía un candidato más relajado. Muchos suponían que se había hecho a la idea que la batalla estaba perdida.

Durante la campaña, los reporteros sólo teníamos la certeza de que lunes y martes Anaya permanecería en la Ciudad de México y de ahí, los otros días, podía salir a cualquier estado de la República; siempre para volver en el vuelo de la noche.

Rara vez pernoctaba en otra ciudad, y siempre mantenía secrecía en su agenda. Su casa de campaña la conocimos un mes antes de que concluyera la campaña, mediante una invitación muy selectiva que hicieron sus estrategas a los periodistas.

En sus conferencias matutinas, para los reporteros era un misterio total saber cuáles serían sus eventos de cada semana; él siempre respondía que sus asistentes nos los darían.

En una de esas mañanas tortuosas en que llegamos a la conferenciade prensa de las siete de la mañana (y digo tortuosa porque difícilmente daba una declaración contundente), Anaya me vio con mi casco de ciclista afuera de la sala, eran cerca de las 6:45 de la mañana —él siempre fue muy puntual— y noté cierto entusiasmo en él al inferir que yo llegaba en mi vehículo no contaminante a la sede del evento en un hotel de la Colonia Anzures.

Y es que uno de los pasatiempos favoritos del panista, además de la meditación, es la bicicleta; hace unos años, cuando era diputado federal, organizó una rodada ciclista de Bellas Artes a San Lázaro. Incluso en Playa del Carmen, Quintana Roo, quiso organizar una rodada como parte de su campaña, pero una tremenda lluvia frustró el acto y se quedó con ganas de pedalear allá.


Anaya se transforma cuando toma el micrófono. Antes es pausado, cuidadoso en cada detalle, ensimismado, parece un robot. La mayor parte del tiempo luce introspectivo. Pero cuando sube al escenario sonríe todo el tiempo.

Recuerdo que mi primer trato directo con él, más allá de las entrevistas banqueteras, fue en el periodo de intercampaña, el 19 de marzo, al final del registro de Diego Sinhué Rodríguez —virtual gobernador electo de Guanajuato—, único estado que dominó el PAN en este proceso electoral.

En esa ocasión apenas cruzamos un saludo, y sólo dos medios nacionales lo seguimos hasta la capital de Guanajuato. En el lugar, había un puñado de medios locales y, al final del evento, me lo encontré de frente, cuando él ya estaba a bordo de una camioneta blanca tipo Suburban, sólo con su chofer y a punto de salir del Instituto Electoral guanajuatense rumbo a la Ciudad de México.

Me llamó la atención que no llevaba escolta ni a su asistente particular Osiris Hernández, que lo apoyaba en todo. Incluso, Santiago Creel que lo acompañó en la mayoría de los eventos durante los tres meses de campaña, tampoco viajaba con él, pese a haber estado en el evento. Anaya de pronto solía estar solo cuando llegaba a algún mitin.

Al verlo de frente, mientras yo esperaba un milagro para salir de enmedio de la nada, él bajó el cristal de su ventanilla y se detuvo un momento. Me saludó como si me conociera de tiempo atrás.

—¿Qué pasó cabrón? —dijo enérgico y sonriente.

Me extrañó su exagerada confianza, pues era prácticamente el primer trato que tenía con él, dado que no lo cubrí cuando fue presidente del PAN.

—¿A dónde vamos mañana? —dije, correspondiendo la familiaridad y dando a entender que teníamos el mismo rumbo.

—No sé-- respondió como imprimiendo simpatía y sinceridad.

—Bueno, quedo pendiente, cuídate candidato. — le respondí, suponiendo que si ocultaba algo tan simple como su agenda del siguiente día, menos me diría algo más importante de su estrategia de campaña.

Su equipo de campaña tampoco soltaba prenda y únicamente a quienes nos conocían por haber cubierto al Partido Acción Nacional años atrás nos confiaban una agenda previa del candidato.

En una ocasión, un compañero reportero con bastante experiencia me dijo: “lo que mal empieza mal acaba, y vas a ver cómo termina este cabrón”.

Sólo una vez lo vi salirse de su guion frente a los medios, y fue en la ciudad de Saltillo, Coahuila: una reportera, corresponsal de la televisora del Ajusco, lo increpó al grado de reventar la rueda de prensa; le cuestionaba si le daba miedo ir a España, debido a que supuestamente el PRI había buscado revivir las acusaciones del caso Barreiro en ese país mediante una denuncia anónima.

A cada respuesta que trataba de dar Anaya frente a las cámaras, la reportera preguntaba lo mismo, arrebatándole la palabra, al grado que el candidato, casi le suplicó que lo dejara continuar, dado que ya le había respondido con su clásica frase sobre ese tema: “el PRI quiere que me dedique a hablar de ello y no lo voy a hacer”.

Acto seguido, el panista salió a dar quizá uno de los discursos más enérgicos de su campaña, y aseguró que iba a ganarle al PRI “a punta de votos”, rompiendo la tibieza que le había caracterizado en sus actos de campaña hasta entonces.

Cuando Ricardo Anaya demostró cierta contundencia en el primer debate presidencial del INE, le pregunté a una asistente muy cercana a él — cuya labor, entre otras, era hacer las fichas nemotécnicas para recordar los nombres de los políticos locales a quienes tenía que saludar al inicio de algún evento—, si su jefe estaba feliz de haber ganado ese primer debate, y ella me contestó que no sabía: “es que mi jefe es raro”, describió la joven.

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