Morelia, Mich (OEM-Infomex).- Como buen rockstar, nos hace esperar. Pese a que la cita ya estaba agendada, no aparece y sus trabajadores no atinan a precisar dónde está o la hora en que posiblemente llegue. No somos los únicos. Los que se acercan al enorme puesto para comprar también preguntan por él. Para matar el tiempo, el fotógrafo me muestra una imagen con la que demuestra que la fama del protagonista se ha expandido por la ciudad.
Se trata de una combi roja que en sus ventanales presume una leyenda: “Vamos a las cañas con el Pillo”.
El local se ubica a un costado de la Secretaría de Turismo del Estado y es una especie de bienvenida involuntaria a las Fiestas Guadalupanas. Cuatro trabajadores atienden a toda velocidad a la clientela y aunque ya no hay pruebas gratis por la pandemia, saben que ya no son necesarias porque las personas los tienen bien identificados. “De a 60 y de a 100”, son los precios de este año.
Una lona acompaña al puesto y funciona como una línea del tiempo. En todas las fotografías que se exhiben aparece el Pillo. En las más antiguas, se muestra con un prominente bigote; en otras, presume los precios que manejaba anteriormente, cuando el peso mexicano todavía no se devaluaba. La galería concluye recordando que son 50 años los que lleva vigente en el negocio, aunque en realidad ya suma 52.
Cuando por fin se presenta, lo primero que hace es atender a los clientes desde lo más alto. Da órdenes y exige más bolsas preparadas que acomoda perfectamente en filas. Da la impresión de que no existimos para él y es una de sus trabajadoras quien se compadece de nosotros. “Creo que te están buscando”, le dice con un dejo de pena.
El Pillo luce un casquete corto sin tregua. Sus ojos son de plena seguridad, las arrugas en el rostro no engañan al paso del tiempo y en la mejilla se asoma un lunar. Aunque usa un cubrebocas morado, es notorio que el bigote ya no existe. Detrás del mandil rojo, lleva puesta una camisa del negocio y antes de que lo pueda saludar, se me adelanta: “¿Qué me vas a preguntar?”.
No acepta entrevistas fuera de su zona de trabajo y hay que situarse junto a él, en la zona más alta del negocio. Sigue dando órdenes, acomodando, dando órdenes. Pone un alto. “Ya no me traigan más bolsas”, indica.
–¿Cómo se llama el Pillo?, pregunto y la forma de abrir la conversación no le cae en gracia.
–Vamos a ponerle nada más como el Pillo, nadie sabe mi nombre–, sentencia para dejarme en claro que el misterio no será descubierto esta tarde.
La cosa del negocio comenzó hace tres generaciones, cuando sus abuelos vieron una oportunidad en las cañas para tener un sustento de vida y al mismo tiempo, se comenzaban a dar las festividades del Templo de San Diego. A la tradición se sumaron sus padres y como si ya estuviera escrito en el destino, el Pillo complementó el árbol genealógico.
“Antes había tres puestos nada más, ahora son como 450 de puras cañas, más los futbolitos y todo lo demás que se vende. En aquel tiempo, no pelábamos las cañas, eran enteras y poníamos montones. Un año bajaron las ventas y decidimos pelarlas, a la gente le gustó y ya siempre las quiere así”.
Para el Pillo no han existido temporadas malas. En esta mezcla de autoestima y narcisismo, asegura que ya nacieron “con estrella” y que el buen trato que le ofrecieron a la gente funcionó desde el principio, por lo que casi como una cuestión de ecuaciones, resultaba imposible que el negocio no creciera.
Detrás del Pillo se encuentra literalmente una fábrica. Para este año ha decidido emplear a 92 personas, provenientes muchas de ellas de diferentes ranchos de Michoacán.
La maquinaria funciona sin margen de error: en la parte de atrás está la zona de peladores, mientras que en una mesa los embolsadores acomodan con manos de pulpo para finalmente trasladar la mercancía a los despachadores. No hay respiro en el proceso que inicia a las 9 de la mañana y concluye a altas horas de la madrugada.
Se ignora cuántas toneladas de caña venden al día. Nunca las pesan, pero afirma que, en efecto, “son un chingo”. No acepta que digan que es un personaje mítico de la ciudad, pero sí se reconoce con popularidad entre los morelianos.
– ¿El Pillo tiene competencia? –le cuestiono para medir la rivalidad.
– Lo que pasa es que cada uno tiene su clientela. Ellos tienen su manera de trabajar, su estilo y yo voy con mi propia forma–, responde sin caer en provocaciones.
Confiesa que en la actualidad ya no come cañas, “porque ya no puedo”. ¿Qué hace el resto del año el Pillo? Es otro misterio que no está dispuesto a revelar y simplemente lo acota a afirmar que se dedica al comercio, sin precisar en qué área.
–¿Hay algo más que podamos saber de usted?–, insisto para ir cerrando.
–Sí, que vengan a visitarme porque mis cañas son las mejores, no están desabridas–. Está tan seguro de sus palabras que visualiza complicado que exista una cuarta generación que se dedique al negocio. Argumenta que no a todos les gusta, que nadie tiene su disciplina y que sin esas cualidades no se puede atender.
Se acabó el tiempo. La clientela espera por el Pillo: “¿Con chile del que pica, no pica o regular?”.