Morelia, Michoacán (OEM-Infomex).- La gente anda cabizbaja. No hubo fiesta. Por primera vez, se ocultaron las miradas entusiastas y de ilusión que son producto de tres días de locura que desembocan en un carnaval que comienza a las 7 de la mañana, pero que nadie atina a decir cuándo se acaba. El tiempo perdiéndose en el tiempo.
A la entrada del municipio, sobre un terreno baldío, apareció un muerto más. En el Barrio de la Cruz nadie se alarma, no hay miradas curiosas y murmullos alrededor del difunto, solamente personal de la Fiscalía General del Estado (FGE) y de la Unidad de Servicios Periciales y Escena del Crimen (USPEC).
Unos metros más adelante, en la primera pulquería que se ubica sobre la avenida Benito Juárez, sí hay risotadas y conversaciones interminables que se dan por encima del cubrebocas. Frente a los pobladores que beben sin descanso, un bar-karaoke da la bienvenida con unas letras gigantes sobre su fachada: “Yo amo a Tarímbaro”.
En la plaza principal parece que todo transcurre con normalidad, hasta que se habla del carnaval que este año no pudo ser por culpa de una pandemia. “Si es lo más chingón, es nuestro mero mole”, se lamenta un policía que todo lo mira desde las afueras de Palacio Municipal.
Mientras devora tres tacos de cabeza, a Lupita le brillan los ojos cuando habla de la fiesta, su fiesta. “Casi se moría la gente porque no hubo nada”, expresa un tanto en broma, pero también con algo de seriedad. Dice que para los nativos de Tarímbaro, desde el más pequeño y hasta el más viejo, no hay fecha más importante que ese martes.
Ese día, cuando normalmente el tiempo se pierde en el tiempo, Lupita explica que todo se paraliza en automático: nadie sale del municipio para ir a trabajar, se piden vacaciones en esa temporada, los maestros suspenden las clases, en las casas no se hace de comer, se reciben a los migrantes y hasta ella abandona sus ocupaciones en el Ayuntamiento. “La gente que no es de aquí podrá decir que es una exageración, pero a mí si mi jefe me dice que me va a descontar el día por no venir, pues que lo haga”.
A Lupita la secunda Pedro Madrigal, taquero de “La Plaza” y coordinador del torito de petate del Barrio de San Marcos. Playera de México, gorra estilo snapback, tez morena y una voz jovial, habla con interés del tema mientras despacha a los clientes. Cuenta que en un inicio tenían pensado organizar por lo menos una caravana de autos, pero en enero los contagios y muertes a causa de Covid-19 se dispararon en el municipio, entonces la idea tuvo que ser descartada.
Aunque había voces de habitantes que pedían que sí se hiciera algo, la mayoría se reservó con temor y no fue ni siquiera necesario solicitar el apoyo económico al Gobierno Municipal. El martes, ya tarde, solamente se quemó pirotecnia para que la fecha “no pasara de noche”. Este año la elaboración de los toros se quedó a medias y Pedro me pide que le dé media hora, para que lo vea con mis propios ojos.
Los viejitos ya no salimos
Doña Cata atiende detrás de unos plásticos improvisados que le funcionan como barrera protectora. “Los viejitos ya no salimos”, advierte cuando se le pregunta cómo fue vivir un año sin carnaval. “Aquí la gente es bien argüendera con eso”, complementa para después admitir que fue triste porque a final de cuentas es una tradición del pueblo.
Por la puerta de su casa, un hombre va y viene con garrafas, son 30 litros en total de bebida fermentada las que terminan en la cajuela de su carro. Desde hace más de 50 años, doña Cata se dedica a la venta del pulque y aunque por la pandemia la producción ha disminuido porque se corta una menor cantidad de magüey, todos los días tiene disponibles tragos que van desde los ocho pesos.
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Con su pelo corto y canoso, se incluye voluntariamente dentro del sector de la tercera edad, pero su aspecto físico puede llegar a contradecirla. Luce firme, no proyecta ningún malestar físico. Bajo el mandil color café y desgastado, se encarga de producir su propio pulque, carga cubetas de un lado a otro y sale a la tienda a una velocidad juvenil.
Vuelve a hablar del martes que no fue de carnaval. “Por ahí se escucharon unos cuetes y ya”, dice con indiferencia como para poner fin a esa conversación. Le ocupa y preocupa más los temas importantes: el Covid-19. No se desprende ni por error del cubrebocas y con irreverencia expone que se tiene que morir, que ya le toca, “pero yo no quiero que sea de eso”.
Es cosa de orgullo
Es cosa de puro orgullo. En una cochera amplia, ya dentro del Barrio de San Marcos, Pedro Madrigal y Fabián Lemus resguardan todo el material que se utiliza año tras año para montar un torito de petate. No saben por dónde empezar, buscan explicar desde el principio y de repente divagan en el intento.
Todo está hecho de manera artesanal. Detallan que el papel picado fue cortado a mano y casi con medidas exactas, que las pinturas sobre los arcos son de óleo, que la madera que lo sostiene fue estratégicamente buscada en los cerros y que los cuernos y el rabo del toro son originales del animal. Un total de 120 kilos de una obra colectiva.
El año pasado para los festejos que iniciaron el domingo y se extendieron hasta incontables horas del miércoles, en Tarímbaro se gastaron cerca de 700 mil pesos. La banda de viento comenzó lo suyo antes de que saliera el sol y hasta la fecha todavía es una incógnita la hora en que terminaron.
Pedro sabe que los de afuera los ven como si estuvieran locos, pero se emociona tratando de justificarlo. “Es la competencia entre barrios, ir al templo a que bendigan los toros y que ahí la gente comience a decidir cuál es el mejor del año… es una cosa de puro orgullo para todos nosotros porque no se gana nada”.
La gente anda cabizbaja. No hubo fiesta. Pedro y Fabián suplen la ausencia mostrando videos en su celular de lo que fue el carnaval en 2020. Son orgullosos, dicen que no es por nada pero que el Barrio de San Marcos es el más chingón. Ríen cuando se les hace referencia a la “espina clavada” que ahora tienen por no haber presumido su torito de petate. El próximo año habrá revancha.