Morelia, Michoacán (OEM Infomex).- Ser la madre de un hijo ausente es “aferrarse a los mejores recuerdos”, dice Mercedes Ruiz, cuyo hijo desapareció en 2010. Ser madre en estas condiciones se traduce en nunca rendirse, en encontrar a una segunda familia: la de otras mamás en las mismas circunstancias, afirma.
Para Patricia, quien busca a dos de sus hijos, los recuerdos se plasman en distintos lugares: volando en una tirolesa de Tzintzimeo; durante la Primera Comunión, practicando artes marciales, comiendo pizza o posando con el clásico suéter rojo de la primaria.
La señora Romelia Ambriz Naranjo recuerda a su hijo como aficionado de Monarcas Morelia, tradición familiar que incluía visitas frecuentes al estadio Morelos, sin importar que tuvieran que hacer el viaje desde Los Reyes, donde siempre han vivido.
A Hilda, otra madre buscadora, le gusta recordar a su hijo como un inquieto joven entusiasta de la cocina, que la acompañaba al mercado a comprar los productos.
MERCEDES
Mercedes Ruiz recuerda haberse llenado de orgullo cuando la fotografía de su hijo Guillermo Alejandro Ortiz apareció en las páginas de El Sol de Morelia un 30 de marzo de 2006. Y cómo no estarlo, si el aún estudiante de Derecho había ganado un concurso de oratoria en la facultad de la Universidad Michoacana, en una intensa jornada donde participaron otros 20 futuros abogados. Era un reconocimiento más a lo que ya se proyectaba como una carrera prometedora, la de un joven que siempre priorizó el tiempo en las aulas.
Hoy, ella sigue con la esperanza de encontrarlo, luego de que desapareciera el 29 de noviembre de 2010 en Lázaro Cárdenas, junto a su colega y socia de despacho Vianey Heredia Hernández.
Ser la madre de un hijo ausente es “aferrarse a los mejores recuerdos”, dice Mercedes, quien comparte que en la Facultad le apodaban “Memo Rebozo”, porque a menudo declamaba los poemas de un escritor zamorano conocido con el mismo mote. Además, ser madre en estas condiciones se traduce en nunca rendirse, en encontrar a una segunda familia: la de otras mamás en las mismas circunstancias.
La tarea de búsqueda a lo largo de 13 años la han llenado de indignación, enfrentándose a trámites burocráticos eternos, ya que la entonces Procuraduría de Justicia le impidió conocer el expediente del que luego obtendría una copia. Mediante un amparo pudo dar con el original, que describe como “un montón de hojas enmohecidas”.
La Fiscalía General del Estado (FGE) le asignó recientemente a un nuevo ministerio público, quien sencillamente le dijo que en todo este tiempo no se ha hecho nada por encontrar a su hijo. “La desilusión, la frustración, es parte de ser madre de un hijo perdido”, lamenta esta mujer.
Encima de todo, como madre buscadora carga con la estigmatización de escuchar que le digan que “en algo andaba mi hijo, que ya mejor no los busquemos, que nosotras tuvimos la culpa”.
PATRICIA
A Josué Salomón y Diego Israel la suerte les volteó la cara desde que eran muy niños. Su madre recuerda que el primero recibía golpes de su maestra en la escuela primaria Madero y Pino Suárez, por lo que lo cambiaron a la Esther Tapia, pero otra vez se enfrentó a la violencia física. “Esa situación lo desanimó, por eso, cuando estaba en la secundaria me dijo que prefería trabajar, y su hermano le siguió el paso”.
Las palabras son de Patricia, que tiene decenas de fotografías de los dos adolescentes desaparecidos el 26 de enero de 2020 y de quienes no tiene una sola pista de su paradero.
Los recuerdos se plasman en distintos lugares: volando en una tirolesa de Tzintzimeo; durante la Primera Comunión ataviados con trajecitos gris y negro, corbata roja y una vela encendida; practicando artes marciales; comiendo pizza o posando con el clásico suéter rojo de la primaria.
Diego soñaba con comprar una moto, aunque su mamá le aconsejaba que no, que era muy peligroso. Ese niño siempre fue muy sociable, fácil para hacer nuevos amigos, lo que finalmente fue factor para su desaparición. En cambio, Josué era reservado, tímido, muy dependiente de su hermano. A ambos les fascinaba el campo y se divertían agarrando lagartijas; una vez, recuerda la señora, “llegaron a romper unos huevecillos de víbora, y los bebés se los echaron a la bolsa”.
Nunca lo había dicho en alguna entrevista, pero Patricia nos confía que Josué sufre una enfermedad intestinal desde su infancia, y eso le preocupa en demasía estando en cautiverio. “Los dos niños son muy queridos por toda la familia, pero desgraciadamente las supuestas amistades los traicionaron”.
Para ella, ser mamá de dos desaparecidos se traduce en buscarlos todos los días, y al mismo tiempo, en encontrar un poco de paz. “En esto se me va la vida, dejé de trabajar para encontrarlos, solo que no he logrado nada pese a que ya me metí hasta donde no debía, pero mi fe y mi esperanza son más fuerte que todo”.
ROMELIA
Armando Cárdenas siempre ha sido un crack para el futbol. Desde niño metía los balones a cualquier portería, ya fuera una de tres palos y redes o la que conforman dos piedras sobre el asfalto. “De niño era gordito, inquieto, juguetón”, describe su mamá, la señora Romelia Ambriz Naranjo, quien añade que es aficionado de Monarcas Morelia, tradición familiar que incluía visitas frecuentes al estadio Morelos, sin importar que tuvieran que hacer el viaje desde Los Reyes, donde siempre han vivido.
Por si fuera poco, el joven salió habilidoso para los oficios: era el encargado de arreglar alguna fuga de agua, algún problema con la electricidad. Amante de las motos, las armaba y desarmaba con solo ver tutoriales en Internet, un estuche de monerías, como se dice por ahí.
Ya de joven trabajó para pagar sus estudios de preparatoria y luego los de licenciatura en la Universidad del Valle de Zamora, donde cursó Contaduría Fiscal y Finanzas en sesiones sabatinas. De buen carácter y muy conversador, se decantó por trabajar en tiendas departamentales como Caja Popular Alianza, Coppel y Banco Azteca, donde era cobrador cuando desapareció, un 17 de julio de 2021 en el municipio de Cotija.
La nostalgia que traen los recuerdos de su infancia y adolescencia contrastan con el enojo del presente, pues Romelia se pregunta para qué sirven tantos impuestos si no se hace nada para localizar a su hijo. “Puede más la delincuencia que el que se porta bien”, dice con indignación y supone que quizá las autoridades de justicia no la van a comprender hasta que a alguien le pase algo similar.
La señora vive incompleta, desde que sucedieron los hechos ha movido cielo, mar y tierra para localizarlo con vida, pero se ha enfrentado al desdén de la Fiscalía Regional de Jiquilpan. En contraparte, ya comprobó la cantidad de amigos que Armando cosechó a sus 25 años de edad, pues incluso en Banco Azteca hubo un parón laboral en solidaridad con su caso.
Al momento de responder la entrevista, la mujer está con su esposo y su hija, un núcleo familiar que se ha hecho fuerte, resistente a la ausencia de Armando y que lucha a contracorriente por las deficiencias en la procuración de justicia.
HILDA
Desde que era estudiante de la primaria George Washington, a Saúl Castro Paniagua le daba curiosidad aprender a cocinar. Su madre, la señora Hilda, pensó que sería pasajero, pero conforme creció, la vocación se hacía más fuerte, al punto de que ya en la adolescencia la acompañaba al mercado para surtir la despensa.
“Él escogía los ingredientes, le quedaban muy bien las tiritas de chilito verde, el espagueti y las rajas con queso”. En casa no había más que ellos dos; sin padre ni otros hermanos, Saúl e Hilda conformaron un dueto perfecto que siempre se mantuvo unido, pues al joven no le daba por andar en la calle y prefería quedarse con ella a ver televisión, a reparar los desperfectos en casa, o simplemente a estudiar.
Aunque era popular entre las niñas, dice Hilda que Saúl no tuvo una novia formal, porque su carácter era un tanto tímido, de esos que se quedan en la habitación en vez de ir a una tardeada. También le gustaba trabajar, al grado de que en los periodos vacacionales se iba con un tío de Uruapan al que le ayudaba a cortar aguacates. “Le pagaban, pero me daba el dinero para que lo ahorrara y al final me compartía la mitad”, recuerda.
Cuando tenía 17 años ingresó al Conalep II, pero no habían pasado ni dos meses cuando la señora recibió una llamada telefónica para alertarle que alguien se estaba llevando a su hijo por la fuerza. De acuerdo a algunos testimonios, los delincuentes aparentaban ser policías en una mañana del 20 de noviembre de 2019, y desde entonces nadie sabe dónde está.
El pasado 22 de febrero, la Fiscalía General del Estado (FGE) ofreció una recompensa de 100 mil pesos para quien dé información fidedigna que conduzca a su localización, lo que sin embargo su mamá percibe como muy tardío, pues durante tres años prácticamente nadie la ayudó.
Hoy enfrenta la maternidad de un hijo ausente y lo hace sola, pues dice estar decepcionada no solo de las autoridades, sino incluso de algunos colectivos de búsqueda que lucran con el dolor. Y aunque el cáncer le ha restado fuerza, dice que no descansará hasta hallarlo con vida, para que algún día le vuelva a cocinar.