Morelia, Mich (OEM-Infomex).- Apenas se abren las puertas que se ubican entre las calles Cuautla y Corregidora de Morelia, y los Cardenales de Nuevo León te reciben a todo volumen con Mi Cómplice. En la pista que se ha improvisado casi como una obligatoriedad, una pareja baila con alegría desmedida para dejar en claro que no importa que apenas sea miércoles. En la cantina Los Corsarios cualquier día es bueno para brindar y hacer camaradería.
Dentro del lugar, solamente se tienen cuatro mesas, una de ellas ocupadas por un hombre y una mujer que conversan mientras dan profundos tragos de cerveza. En las paredes hay cuadros de modelos en bikini, pintas de piratas y barcos, posters del viejo Atlético Morelia, Pedro Infante y en una esquina se asoma una rockola que promete toda la variedad de la música popular.
Sobre la barra, los clientes que brindan y se carcajean cada treinta segundos, conversan amenamente con Juan Antonio González Blancas, dueño del establecimiento y nieto del fundador de Los Corsarios: José Villanueva, mejor conocido como el “Gordo”.
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Corría el año de 1952, cuando al “Gordo” se le ocurrió fundar en Morelia la Enramada, una cantina mítica que ha pasado por tres sedes en la capital michoacana, pero que en la calle 20 de noviembre es donde ha logrado su mayor estadía y reconocimiento por todos los dipsómanos que deambulan por la asfixiante cotidianidad.
Pero en aquellos ayeres, las musas eran una constante sobre Villanueva y por ello decidió abrir una cantina más, la cual tendría la función de albergar a todos los sedientos de la calle Cuautla y sus alrededores. Así es como nació Los Corsarios, un lugar que no da señales de querer morir pronto.
“Ya no se tienen muchas cantinas en Morelia, pero las que están tienen buenos cimientos y están aclientadas desde hace muchos años. Por aquí ya pasan familias enteras, es decir que primero vinieron los abuelos, luego los tíos, hijos y hasta los nietos, que son los más chavos y de alguna manera permiten que la tradición se siga heredando”, explica Juan Antonio González.
Cuando se le pregunta a Juan qué recuerdos tiene de la cantina cuando era niño, relata que siempre su padre, a cierta hora del día, anunciaba su ida al bar para trabajar y volver por la noche. De alguna manera y de forma involuntaria, fue aprendiendo el oficio de cantinero, el cual ha puesto en práctica desde hace 13 años, cuando su abuelo el “Gordo” Villanueva falleció.
“La experiencia ha sido agradable, se aprenden muchas cosas en este ámbito. Yo entré a trabajar de planta justo cuando acababa de cumplir 18 años y desde entonces le aprendo a las personas, desde la vida que llevan, la manera de tomar y hasta de música que no conocía, se te abren mucho las expectativas”.
Por las mesas de Los Corsarios han pasado licenciados, ingenieros, futbolistas, despechados, alegres, los que tiraron por la borda su futuro y hasta los que sólo van por un trago de ocasión para ya nunca irse. “De todos se aprende”, insiste Juan, quien no puede ocultar el parecido físico a su abuelo.
Los Cardenales de Nuevo León siguen en lo suyo en los parlantes. Ya con la noche en plenitud, Mi Amante es la canción elegida para que los presentes de nueva cuenta salten a la pista y canten a todo pulmón mientras Juan llena de tequila las copas para concretar una ronda más.
“¿Y ustedes qué canción van a querer?”, me pregunta a la distancia una mujer para tratar de integrarnos al festín de miércoles. Y es que, a diferencia de bares y antros, Juan presume que el sello de las cantinas es la amistad que se sella desde el primer vaso.
Aquí, prosigue, puedes conversar con cualquier persona que te encuentres. “Su magia está en que te enfrascas muy rápido en cualquier platica. Nunca me ha tocado presenciar escenas violentas, sí discusiones acaloradas en temas a los que no se llegan a acuerdos, pero la integración está garantizada”.
Con el paso de los años y el alcohol, Los Corsarios, como el resto de las cantinas, han perdido guerreros a causa de las enfermedades, pero el cantinero considera que los cimientos están en los clientes fieles que se mantienen a diario, esos que religiosamente piden una copa de vodka o whisky.
Con ese arsenal leal, han podido combatir contra la mala fama, las etiquetas y los prejuicios. “Cuando entran los chavos y conocen lo que es una cantina, su idea cambia totalmente”, asegura Juan. Y es que pocos, casi nadie, puede resistirse al acordeón infernal y fantástico de los Cardenales.