Morelia, Michoacán (OEM-Infomex).- Era el 2 de diciembre de 2021 cuando “Berenice” caminaba junto con su esposo por una de las calles de Venustiano Carranza, municipio perteneciente a una zona conocida como “El Corredor de la Muerte”, colindante con Miramar, Sahuayo y Jiquilpan, en el occidente de Michoacán.
A la distancia, la mujer observó una camioneta frente a la casa de su padre, con tres hombres fuertemente armados que segundos después se lo llevaron junto con su hijo. Desde entonces los busca y dice que sueña con que un día alguien le llame para pedirle un rescate, pues estaría dispuesta a vender hasta la última de sus pertenencias para que los regresen con vida.
Entrevistada en Morelia, donde vive en calidad de desplazada, recuerda que al momento de entablar la denuncia, un agente de la Fiscalía General del Estado (FGE) le dijo que “seguramente se habían ido a emborrachar”, y cuando la desaparición era un hecho, le advirtió que mejor se cuidara y pensara en el resto de su familia.
Desde entonces la búsqueda de su padre y hermano la ha emprendido con ayuda de colectivos y un abogado particular que le cobra cantidades mínimas. Con ellos ha tramitado amparos para acceder a copias de la carpeta, rastreos de las cuentas bancarias, grabaciones del C5 y las últimas comunicaciones de los plagiados.
Contrariada, reprueba que la fiscal de Delitos de Desaparición Forzada, Janeth Martínez Mondragón, se niegue a que las investigaciones se realicen desde su área y las endilgue a las oficinas regionales, donde no existe la preparación y permea la desconfianza entre las víctimas secundarias.
En todo el corredor, al que se suman Cotija, Vista Hermosa, Chavinda, Tangamandapio, Marcos Castellanos, Briseñas, Pajacuarán y Zamora, han desaparecido más de 500 personas en los últimos tres años, de acuerdo a cálculos de diferentes colectivos como San Pedro Cahro y Decofem.
Debido a su condición, el caso de “Berenice” ha sido tomado por la Organización de las Naciones Unidas (ONU), que emitió una medida de Acción Urgente a través de su Comité de Desapariciones Forzadas, luego de una reunión de madres e hijas buscadoras con el subsecretario de Gobernación Alejandro Encinas Rodríguez. “Lo más triste de esto que que todos nos quieren desaparecer: por un lado, los cárteles, y por el otro las autoridades, porque ellos no quieren cifras rojas, pero no pueden callar a miles de familias que estamos en esa situación”.
Los Negritos: de parque a cementerio clandestino
Al viejo parque ecológico de Los Negritos ya no regresaron ni para cosechar el maíz. Desde la entrada principal hay una hilera de mazorcas tan negras como podridas, y aunque los letreros de la marca de semillas Aspros se mantiene intacta, esos granos mejorados genéticamente murieron sin alimentar a nadie, salvo a las aves de rapiña.
Lo que por un tiempo fue un paraíso natural, rodeado de un lago que alberga garzas, patos y libélulas, hoy es un cementerio clandestino en el que se han encontrado restos de 28 personas tan solo en lo que va del año. Si en otro tiempo era un lugar ideal para la convivencia familiar, para el picnic o para despejar la mente, hoy se ha convertido en hectáreas lodosas que huelen a peligro, con kioscos abandonados, asadores destruidos, un baño inservible y lanchas de madera abordadas solo por fantasmas.
Un hombre de mediana edad vigilia el sitio. Trae consigo un machete curvo y advierte que es mejor no estar de curiosos, pues ya varios visitantes han sido detenidos sin motivo alguno. “Yo mejor me iría de aquí, porque no hay que confiar en nadie, ni en la policía”, dice antes de perderse en las profundidades del predio.
Los Negritos se localiza a menos de tres kilómetros de Villamar y se enclava en una zona cuya orografía está repleta de brechas solitarias, lo que se presta para que los actos delictivos se cometan con mayor facilidad. Los números de desapariciones son inciertos, pues las autoridades solo han dado cuenta de una cifra que en todo Michoacán rebasa los 2 mil 300 casos, de acuerdo a la Comisión Estatal de Búsqueda de Personas Desaparecidas.
El centro de Villamar luce tranquilo un lunes por la mañana. En su pequeña plaza, donde destaca un busto en honor a su hijo pródigo Rubén Leñero, pasean sobre todo personas de la tercera edad que aprovechan para comprar fruta con chile después de haber retirado el dinero que les mandan sus hijos desde los Estados Unidos a través de una oficina de Telecomm-Telégrafos. En ese mismo edificio se localiza la Presidencia Municipal que encabeza el priista Froylán Zambrano López, para quien el clima de violencia no afecta a la tranquilidad de sus gobernados.
En entrevista desde su oficina, dice que recibió una administración quebrada, con una deuda de más de 18 millones de pesos, laudos en contra, 15 policías desarmados y tres patrullas sin baterías. Pese a ello, afirma que “se está recobrando la paz y la tranquilidad”, en coordinación con municipios aledaños e instituciones de seguridad como la Guardia Civil y la Secretaría de la Defensa Nacional.
De Los Negritos y sus fosas clandestinas, de los restos de 28 personas halladas en este año, prefiere no hablar nada. “La gente está tranquila”, añade, e insiste en que su gobierno trabaja “para recuperar el rumbo perdido”.
Éxodo silencioso
Al revisar los datos duros de Villamar, hay uno que revela el déficit poblacional en los últimos 20 años. De acuerdo al Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), en el año 2000 había 20 mil 295 habitantes, en 2010 la cifra cayó a 16 mil 991 y en el más reciente de 2020 se contaron 15 mil 864. Mientras que en todo el estado se creció en 20 por ciento en dicho lapso, en este municipio se registra el fenómeno a la inversa: 22 por ciento de pérdida.
Más allá de las estadísticas oficiales, el éxodo no es algo que extrañe al párroco del pueblo, Manuel Vázquez Rubio, quien oficia las misas en el templo de San Miguel Arcángel. “La gente se ha ido por el miedo, familias enteras están como refugiados en Estados Unidos y ya nunca regresan. Por otra parte, hay que reconocer que las nuevas generaciones planifican más y ya no tienen tantos hijos”, añade.
Al igual que el alcalde, percibe que la gente de la cabecera vive con tranquilidad, pero están conscientes de los peligros que se presentan en la región. “Prohibido ir a Jiquilpan”, subraya, y abunda en que ese municipio, al que no se hace más de media hora en automóvil, es peligroso no solo para las personas involucradas en actividades delictivas, “sino para todos en general”.
En conversaciones con sus feligreses, ha escuchado que las rutas comerciales y de consumo cotidiano han sido cambiadas por amenazas y ataques directos sucedidos también en Sahuayo, otro de los puntos secuestrados por células del crimen organizado. “Se sabe de nombres, de situaciones específicas, por eso la gente anda con mucho cuidado”, señala el padre, quien además acude a ofrecer liturgias en comunidades como El Platanal, Nicolás Romero y El Salitre. En todas ellas, afirma, ha habido reportes de personas desaparecidas en los más recientes años, por lo que constantemente invita a los creyentes para que se conduzcan “por el camino de la prudencia, pero sin que tengan miedo, porque llegó un momento en que por el miedo ya no venían ni a la misa”.
El sacerdote asegura que adolescentes del pueblo llegaron a ser cooptados como integrantes de grupos delictivos, pero luego de que algunos fueron abatidos a tiros, notó un cambio de actitud. “Los he escuchado que están alertas, aunque nunca falta el que cae en la tentación, porque tienen idealizados a estos personajes”, subraya en referencia a los narcotraficantes, de quienes no ha recibido amenazas directas.
En la conversación, aprovecha para dar recomendaciones: “Supervisen a las amistades de sus hijos, cuiden los horarios en los que tengan que salir, busquen trabajos honestos y vivan con esperanza, porque esto alguna vez tendrá que cambiar”.
Dedicados a la agricultura y el comercio al menudeo, los habitantes de Villamar no rebasan en promedio el sexto grado de primaria, solo uno de cada 10 tienen acceso a seguridad social y en el 20 por ciento de los hogares hay una computadora. Pero lo que todos comparten, dice el párroco Vázquez Rubio, “es el temor a que les pueda pasar algo, aunque no hayan hecho nada”.