Mi abuelo venía en ese barco. Lleno de miedo y una esperanza sin luz. Pedro Dobla Vázquez, malagueño acompañado de su único hermano, José Dobla Vázquez.
Además de ellos, 457 niños, niñas y adolescentes llegaron a “La Ciudad de las Canteras Rosas”, donde ya los esperaba lo que sería su nuevo hogar: el Internado España-México.
Sin más brújula que el instinto por sobrevivir y el apoyo de algunas buenas personas, fueron desenvolviéndose en el azar que la vida les había deparado.
Tal como lo refleja con impactante sinceridad el libro de uno de ellos, es decir, de Emeterio Payá Valera, quien muestra descarnado muchas de las circunstancias padecidas en “Los niños españoles de Morelia”.
Pedro Dobla Vázquez siempre soñó con regresar a su lugar de origen. Durante su estancia en el internado, tal como lo cuenta Payá Valera en el texto referido, mostró signos de una personalidad especial que le valieron el apodo de el Loco.
En una ocasión tomó unas sábanas de su dormitorio y dirigiéndose a la azotea, pretendió arrojarse al vacío y emprender vuelo rumbo a España, sin más brújula que su corazón.
Nunca encontró sosiego en ninguna parte; siempre cambió de sitio. Trabajó como herrero, piloto aviador y carpintero, entre otras cosas.
En Pátzcuaro, laborando para una empresa refresquera, conoció a mi abuela, Carlota Sánchez, originaria de Apatzingán y con quien finalmente tendría dos hijas: Alma Rosa y Blanca, mi madre.
Posteriormente se mudaron a la región de la llamada Tierra Caliente, donde vivieron juntos algún tiempo hasta que lo asesinaron cuando tenía 37 años, al parecer por cuestiones de juego y apuestas; sus hijas tenían entonces siete y 10 años.
Ellas mismas, de la vida de su padre no supieron mucho. Al quedar huérfanas, se determinó llevarlas a un sitio en donde pudieran recibir cuidados, ya que su madre trabajaba.
Es así que pisaron el suelo del Internado España-México en cuyos espacios terminaron de vivir su infancia.
Décadas después y merced a un esfuerzo sin descanso, José Dobla Vázquez logró encontrar a su madre, Ana María Vázquez y traerla con él. El reencuentro fue memorable.
Lo que vino más adelante fue uno de esos tantos episodios que retratan la complejidad del ser humano y los caprichos del azar.
Pasada la emoción, ambos se supieron extraños. Ella por su lado jamás pudo adaptarse a la vida fuera de su terruño. Siempre quiso volver. Nunca pudo hacerlo. Encontró su tumba en la ciudad de las canteras rosas.
ENTRE LA TERNURA Y EL DOLOR, LOS NIÑOS DE MORELIA
Sin más brújula que su infancia cruzaron el mar un total de 457 niños llegaron a México el 7 de junio de 1937. Procedían de todas partes de España, golpeada por la Guerra Civil que duró de 1936 a 1939.
Por lo menos, así se pensó hacerlo por parte de sus padres, que se quedaron a sortear los horrores de la guerra.
Esto aconteció luego del bombardeo de Guernica y Durango por parte de fuerzas alemanas e italianas en apoyo a Francisco Franco.
Gracias al gesto del entonces presidente Lázaro Cárdenas del Río encontraron en México un albergue, una segunda patria, un punto final a la pesadilla bélica.
Recibieron educación, cobijo, techo y alimentos, que sin embargo no pudieron minar jamás las huellas de aquella herida, de aquella abrupta separación de sus familias y de su tierra.
Algunos tuvieron la fortuna de poder regresar algunos años más tarde, a España, otros no. Se quedaron aquí pero en ningún lugar al mismo tiempo.
El niño de Morelia, Emeterio Payá Valera, quien muestra descarnado muchas de las circunstancias padecidas en “Los niños españoles de Morelia”, dejó escrito que Ojalá que mi modesto trabajo sirviera alguna vez para evitar que los niños desprotegidos del mundo sean objeto de estafas; pretexto para lucros de bribones o usados como instrumento político. ¡Ojalá!
Con la brújula de la historia invisible de los afectos, México y España recuerdan su hermanamiento solidario. Y la ternura y el horror, como dos manecillas que marcaron un mismo tiempo en la vida de las dos naciones. Y en las biografías de carne y hueso.