Morelia, Michoacán (OEM-Infomex).- La frontera entre el periodismo y la literatura puede ser tan amplia o delgada como se quiera. Ambos oficios comparten herramientas, lenguajes, modos de trabajo. Cuando hablamos de periodismo policiaco y literatura noir, las coincidencias vuelan como balas, se empalman escenarios y personajes; el reportero se vuelve escritor, el escritor recurre al reportero. Un universo único que va más allá de las novelas de ficción, una realidad que por sí misma es un libro emocionante.
“Ya vente, que te van a matar”
Comenzó en el mundo del periodismo a los 15 años, en el área de fotomecánica de El Sol de Morelia, allá en los lejanos ochenta. Años después, en plena guerra contra el narco, José Luis Díaz, fue levantado por un comando criminal. Le colocaron una bolsa en la cara y solo le quedó rezar para que no lo ejecutaran. Pensó que era el fin de su carrera.
Pero vayamos poco a poco. Hablar con este hombre es viajar al pasado, recordar nombres clave en el periodismo michoacano como Armando Palomino, Luis Sánchez Valdivia, Virgilio Robles, Héctor López Mendoza, Luis Vilchez y Mario Barajas. La primera vez que le publicaron una nota, recuerda, la tuvo que redactar más de diez veces, pues cometía un error del que no se daba cuenta, por más que leía y leía el texto. Su jefe, un malhumorado Mario Barajas, lanzaba las hojas impresas al cesto de la basura; “¡hazlo de nuevo!”, le gritaba, hasta que por fin quedó listo para aparecer en la edición. Sería su debut como reportero, oficio al que le entregó todo, especializándose en la nota roja, en la cobertura del crimen organizado.
Si le preguntamos cuánto se puede acercar una novela policiaca a lo que él vivió, la ficción quedará hecha añicos, pues un escritor no podría experimentar la sensación real de ser encañonado, o el sentimiento de miseria cuando tu carrera se termina luego de ser exhibido en video al lado de un capo de las drogas. El periodismo de antes era de “rífatela como puedas”, dice mientras recuerda cómo se trepaba a los camiones de bomberos para cubrir los incendios y cómo después de la rutina de trabajo algunos reporteros terminaban bebiendo charanda en la plaza de Villalongín “hasta que nos amanecíamos”.
Su experiencia en la fuente policiaca lo llevó a fundar su propio medio: la agencia Esquema, especializada en la cobertura del narcotráfico, por lo que se convirtió en una proveedora de información para medios nacionales e internacionales. En 2011 sufrió un secuestro en Uruapan, “un levantón”, como se dice en la jerga mediática. Hombres armados se lo llevaron al cerro de Santa Rosa en una camioneta, para luego amarrarlo al pie de un árbol y colocarle una bolsa de plástico en la cabeza. Para entonces su trayectoria como periodista rebasaba las tres décadas, y mientras esperaba el fin, a su mente se le venían las imágenes que tantas veces le tocó cubrir: “cabezas metidas en hieleras, gente colgada de un puente, restos humanos arrojados en una plaza”.
Con los ojos vendados, amarrado en ese árbol, tan solo escuchaba frases como “ya te llevó la chingada, pinche periodista”, “vamos a llevar tu cabeza a la casa de tu mamá” y otras para torturarlo psicológicamente.
A su mente llegan frases que por sí mismas parecen impresas en la mejor novela noir; “el cielo se torna muy azul”, decía alguien para avisar que venía la policía; “pero el pasto se ve muy verde”, contestaba otro, como clave de que el Ejército estaba enterado de su secuestro. En un momento dado, ya de madrugada, alguien llegó al lugar y preguntó dónde estaba el periodista; “ahí pensé que mi fin había llegado, supuse que me iban a matar, pero me metieron a una camioneta y el hombre solo me dijo que ya iba a soltarme”. Minutos después la troca se detuvo, el sujeto le ordenó que corriera y pese a que sus rodillas estaban operadas, avanzó como si fuera un velocista olímpico, hasta que encontró un taxi y regresó a su casa.
-¿Ha pensado escribir todo esto en un libro?-, le preguntamos.
“Claro, y también me gustaría hacer un cortometraje, porque tengo mucho material en video”. Cubrió la masacre contra habitantes de Tanhuato, reveló que al Chayo, fundador de La Familia Michoacana, lo asesinaron a golpes, y que su primera muerte había sido ficticia. Pero el nombre de José Luis Díaz se hizo famoso en los medios del mundo cuando apareció en un video al lado de un colega y de La Tuta, el capo michoacano que encabezaba el cartel de Los Caballeros Templarios. “Me dijeron que tenía que ir a verlo, y que no tenía opción, hasta me dieron dinero, ¿cómo le dices que no a un narco que te tiene amenazado?”
Hoy, desde otro estado donde se tuvo que autoexiliar, se dice en otra etapa de su vida, más tranquila, sin el peligro que implica ser un periodista que cubre el crimen. Un amigo le dijo que ya no expusiera su vida: “Ya vente, que te van a matar”, y por fortuna, le hizo caso.
Las armas del reportero
“El único armamento que tiene un periodista es una libreta Scribe y su pluma, pero con eso no puedes tirar chingazos”, dice el escritor y periodista sonorense Carlos René Padilla, autor de libros como Amorcito Corazón (Nitro-Press) y Yo soy el Araña (Reservoir Books) con el que ganó el Concurso Nacional de Novela Negra Una Vuelta de Tuerca en 2016. Si algo puede salvar al periodismo es la literatura, sentencia, “pero los dueños de los medios son lo que menos lo ven”. Recuerda que en sus años de reportero lo cotidiano en la fuente de nota roja era cubrir accidentes automovilísticos, y que cuando un año terminaba, las cuentas eran de 30 muertos en 12 meses, “ahora son 30 diarios, una locura”.
En su análisis, cree que el reportero tiene la capacidad de contar historias que interesen al lector, que lo atrapen en relatos de largo aliento, pero la manera de hacer periodismo en la actualidad le apuesta a lo breve, a la rapidez, a eliminar la literatura como recurso periodístico. “Si algo tiene el buen reportero es olfato para detectar historias; si como periodista observas el ángulo que nadie ha tomado, si recurres a los testigos, a las circunstancias, ahí tienes algo extraordinario para ofrecer a los lectores, pero regresamos a lo mismo: para que eso suceda, los dueños de los medios no deben obsesionarse solo con la inmediatez”.
El exreportero asume que no cualquiera aguanta cubrir la nota roja, y que su gusto por escribir novelas negras no necesariamente de desprendió de cubrir por tantos años esta fuente llena de balas y muertos. “En la literatura, como pasa en la vida real, el periodista es esa persona que sabe muchas cosas, que tiene todos los contactos y la capacidad de investigar, pero es, ante todo, alguien confiable, al menos más confiable que las autoridades”. El contexto en el que se mueve un periodista en este país, afirma Carlos René, implica llenarse de mierda junto con los políticos, los policías y los mafiosos, “recuerda que lo que leemos en el periódico es apenas una parte de lo que sabe el reportero, a veces lo interesante es lo que calla, lo que no dice”.
Ganador del Premio de Periodismo de Profundidad por la Sociedad Interamericana de Prensa, Padilla nota una simbiosis entre reporteros y policías, tanto así que se llega a perder la línea entre unos y otros, a tal punto que aparece la figura de “la madrina”, el personaje que sin placa alguna recibe dinero de fuentes judiciales. Al preguntarle qué le da el periodismo al narrador literario, no duda en apuntar: “Muchas cosas, entre ellas la velocidad para escribir, la capacidad de ser concreto”. También menciona que hay muchas historias que no se cuentan, que no caben en el periódico pero que tienen todo el potencial para narrarse en un libro. “Cuando me retiré del periodismo diario extrañé solo una cosa: contar historias; es como un virus, un gusano, una adicción que nunca se te va a quitar”.
Hay escritores que nunca han visto un muerto, pero tienen el talento para contarte a qué huele la sangre. Y existen, dice Padilla, reporteros que tienen toda una vida en medio de las balas, pero que carecen de un gusto por la lectura y eso se nota cuando escriben. “Lo ideal es que los reporteros leyeran más; se convertirían en grandes escritores”, concluye el autor de No toda la sangre es roja.
Adicción al oficio
La pasión de Daniel Salinas Basave (Monterrey, Nuevo León, 1974) por el mundo del periodismo lo llevó a escribir el libro de relatos Dispárenme como a Blancornelas, que obtuvo el Premio Regional de Cuento Ciudad de La Paz en 2014, volumen en el que, como describió Diego Enrique Osorno, aparecen “redactores-empacadores de información redundante, reporteros ansiosos de convertirse en celebridades de la libertad de expresión, fotógrafos extasiados con la parafernalia del narco, periodistas policíacos que quieren inventar un nuevo género literario en el que se mezclen zombis y narcos”.
El ahora radicado en Tijuana ejerció por muchos años el llamado periodismo de largo aliento, el seguimiento a reportajes, las investigaciones amplias, pero también estuvo en la nota roja: “La primera vez que vi a un ejecutado fue en 1998, en Monterrey, me acuerdo pasar en medio de las balas y descubrir a un hombre en un charco de sangre”. Coincide con Carlos René Padilla en que cada acontecimiento, cada muerto, es una historia potencial, pero la estadística es aplastante: “Tan solo en 2019 hubo más de dos mil 600 ejecutados en Tijuana; estamos hablando de siete asesinados por día, lo que nos hace la ciudad más peligrosa del mundo”.
El autor de El samurái de la Graflex reflexiona sobre en qué momento los mexicanos nos acostumbramos a la violencia, por qué ahora las noticias de crímenes terribles son como cualquier otra: “Incluso los asesinatos más atroces, esos que podrían ser impactantes y darte material para escribir tu propia A Sangre Fría, resulta que se olvidan en un par de días”. Eso sí, Salinas Basave asegura que el oficio de reportero es la mejor escuela para un escritor, “ningún taller literario te daría tantas herramientas; yo he conocido a colegas escritores que son lentos, pausados a la hora de trabajar, en cambio, los que tuvimos escuela reporteril somos rápidos y efectivos”.
En la ficción, el escritor norteño ha trazado a muchos personajes que son periodistas, reporteros de a pie, “para mí es un personaje que puede ser tragicómico, divertido, melancólico; cuando me preguntan si lo mío es literatura noir, yo les digo que en mis libros no hay detectives, pero sí muchos periodistas”. En el mundo real, dice el escritor, “periodistas y policías se parecen mucho: los dos se juegan la vida, ambos tienen bajos salarios, no vale la pena el riesgo que corren, pero son adictos a su labor, por eso se quedan ahí por siempre”.
¿Y la literatura de narcos?, le preguntamos. “Se escriben libros de narconarrativa, pero me sigo preguntando si ya contamos con nuestro Complot Mongol, si ya se escribió esa gran novela de donde mamemos todos”.