Morelia, Michoacán (OEM-Infomex).- A Isidro la pandemia le jodió todo el plan. Cuando en enero tomó la decisión de dejar Tocamacho, su pueblo natal en Honduras, lo hizo pensando en una sola cosa: llegar sí o sí a los Estados Unidos. Pero el virus se le anticipó a medio camino y no estuvo ni cerca de lograrlo. Ahora vive varado en Morelia, en la incertidumbre, planeando cómo conseguir los 5 mil quetzales que lo lleven de nuevo junto a su esposa y sus cinco hijos.
Viste con una camisa a cuadros color beige, bermudas, calcetines grises y unas sandalias. Se ha tomado unos minutos para descansar debajo de un árbol, no muy alejado de las vías que se encuentran a la altura de Guadalupe Victoria. Ahí se siente medianamente seguro, ha hecho de este espacio una guarida diaria y una oportunidad de movilidad.
Isidro no revela su apellido, tampoco le gustan las fotografías y mucho menos que lo graben. Dice que todo es por una cuestión de seguridad. Pero le gusta conversar, no tiene ningún problema en hablar de las condiciones y circunstancias que lo llevaron a elegir el éxodo como método de sobrevivencia.
Tocamacho es una comunidad rodeada de la riqueza natural que se encuentra a por lo menos 15 horas de la capital de Honduras y a casi nada de la frontera con Nicaragua. Presumen de ser el pueblo más amigable de todo el país, pero también es uno de los más marginados. Con todo y eso, Isidro asegura haber tenido una infancia feliz llena de baloncesto y pesca en el río.
Hijo de jornaleros, sabe que en el pueblo no se tienen dificultades para producir sus propios alimentos, pero “también queremos tener algo en la bolsa”. Con 36 años de edad partió porque no hay futuro, porque dice que en su país todo cambió a raíz del golpe de Estado de 2009, cuando las Fuerzas Armadas detuvieron y expulsaron al presidente Manuel Zelaya.
La gasolinera donde trabajaba hizo recorte de personal y fue cuando se quedó con las manos vacías. Lo pensó, le dio vueltas al asunto, tomó como referencia los pocos amigos que lograron hacer vida en los Estados Unidos y se decidió. Abordó el autobús y después de incontables horas, ya se encontraba arriba de “La Bestia”.
Nunca llegó a la frontera. Pasó de estado a estado, pero siempre en el sur. Coincidió con Michoacán, primero en Uruapan y luego en Morelia. Vende dulces para sacar las monedas del día y aunque sus referencias del mexicano son mayoritariamente positivas, también relata las veces que ha sido objeto de discriminación: “¡Vete a tu país!” y “¡Ponte a trabajar!”.
Asegura que todos los días paga un hotel de muy bajo costo, pero el cuarto donde vive tiene un televisor y eso ya es ganancia. Ha aprendido algunas palabras mexicanas y gusta de decir “chingón”. Bromea sobre el picante y afirma que ya no puede comer nada sin chile. “Cuando regrese a mi país, ése va ser un serio problema”.
Es un convencido de que la economía mexicana es más privilegiada que la de Honduras. Habla de cosas materiales en todo momento y ejemplifica que suena más realista hacerse de un automóvil aquí que en Centroamérica.
El Instituto Nacional de Migración (INM) no dice tener datos al respecto. Ni cuántos son, cuál es su situación, cómo se les apoya y sobre todo por qué están varados en Morelia. Es una fuente interna de la dependencia quien desglosa un poco más el asunto: “No se les deporta porque cuentan con una visa humanitaria que se les entrega en las oficinas del estado de Chiapas, pero es complicado tener un número preciso de los migrantes que actualmente se encuentran en la capital”.
Por una lógica de defensa natural, los centroamericanos no suelen acercarse al INM, pero si han llegado a pedir apoyo a través de la Secretaría del Migrante. El titular de la dependencia estatal, José Luis Gutiérrez, explica que cumplen con darles orientación, informarles sobre sus derechos y ofrecerles hospedaje por un máximo de tres días en un albergue que es propiedad del Instituto de Asistencia Privada Cáritas.
“En nuestro módulo de bienvenida e inclusión, también cabe la atención a los migrantes centroamericanos, pero no tenemos mayores facultades, los contactamos con su consulado y embajada y es todo, no nos gusta meternos más porque es un tema del Gobierno Federal” refiere el funcionario, quien asegura que durante la pandemia mundial por Covid-19 se ha registrado una disminución considerable de casos de extranjeros que acuden a pedir ayuda.
El albergue de Cáritas que se ubica cerca del Hospital de la Mujer está a la disposición en el tema de movilidad humana, pero a decir del sacerdote y coordinador pastoral social de la organización, Miguel Gaona, el uso que se le ha dado para dar hospedaje a migrantes centroamericanos ha sido esporádico. “Se les da una sola noche, solamente cuando son casos extremos podemos dejarlos hasta tres noches y no más”.
Con un temple firme y mirada desgastada, Isidro considera que la paciencia y la cabeza fría son sus cartas fuertes. Cuando se puede, se comunica con su esposa y le hace saber que todo estará bien, la convence de que ahora mismo no es el momento de regresar. Argumenta que los costos de viaje son elevados y ni siquiera son seguros.
Lo deja claro. Va a volver a Tocamacho pero sólo para intentarlo de nuevo. El destino ahora será Colombia y espera tener una mejor suerte. “En una de ésas y la pego allá, hermano” expresa entusiasmado. Desde ahora habla de Honduras en pasado y confiesa que ya no siente amor ni orgullo por esa tierra. Es eso para él: un espacio geográfico donde le tocó nacer. Su única patria es su familia.