Morelia, Michoacán (OEM-Infomex).- Pink Floyd hizo lo suyo. Fabián Caballero y Cristina Reyes no solamente le deben a la banda británica de rock muchas horas de música sin caducidad, sino también la relación de pareja que sostienen desde hace 13 años y una colección de discos que incrementa a una velocidad descomunal e insaciable.
Corría el año 2008 y la juventud se aferraba a Ares, una plataforma digital totalmente gratuita que funcionaba para descargar música, aunque el proceso podía demorarse una vida entera. Ahí coincidieron Fabián y Cristina. Sin importar los miles de kilómetros que los separaban, interactuaron a través de un ordenador, se compartieron discos de la agrupación que lideró en su momento Roger Waters y hablaron de música, todos los días sin falta. La rutina se replicó por un año entero hasta que decidieron encontrarse en la Ciudad de México.
A 13 años de distancia, comparten hogar en el barrio del Vergel, en Morelia. Fabián se sirve un whisky antes de iniciar el minucioso proceso que implica dedicarle tiempo a los parlantes. Analiza las opciones de su colección, pasea los discos con delicadeza hasta que se decide por el Americana, de The Offspring. Se trata de un LP color rojo que gira a 33 revoluciones en su tornamesa mientras su dueño lo observa con placer inexplicable.
“Desde niño me gustaba ver a mi papá escuchando música, me llamaba la atención cómo la disfrutaba. En aquel tiempo me compraban mis discos infantiles como Cri-Cri, Burbujas y los de Disney, entonces el ver la portada grande era algo que me fascinaba” explica Fabián.
Esa influencia familiar también ocurrió en el entorno de Cristina. Hacer referencia a la música para ella es remontarse a aquellas tardes en que veía a su madre lavar ropa teniendo a Real de Catorce como fondo musical, o comer por la tarde mientras su padre seleccionaba unas trovas que acompañaran los alimentos.
El cosquilleo musical de ambos desembocaría en un viaje que ya no tiene regreso: el coleccionismo de discos viniles. Los primeros LP que adquirieron fueron del mítico festival de Woodstock y un álbum de Black Sabbath, pero hace seis años no tenían siquiera un aparato para ponerlos a girar.
“El comprarlos sí fue por nostalgia, pero también porque el tenerlo físicamente es una satisfacción personal, un tesoro invaluable. Es emblemático poder apreciar algo de aquellos tiempos, algo que no encuentras en cualquier esquina” relata Fabián.
Confiesan que el último año compraron discos como nunca y no fueron pocas las quincenas que se esfumaron entre rock, punk, ska, hip-hop, jazz, soul, ranchera y una larga lista de géneros. Se niegan a contar la cantidad de viniles que poseen porque argumentan que es de mala suerte, pero al mueble cada vez le sobra menos espacio y pronto surgirá la necesidad de hacerse de uno nuevo.
Por un disco han llegado a pagar hasta cuatro mil pesos, pero lejos de ser una adicción, coinciden en que se trata de una pasión que te dota de una experiencia distinta al escuchar música. Dicho de otra manera, nada se compara con poder apreciar las portadas a gran escala, oler la esencia de las fundas, tratar de entender la secuencia de las canciones, identificar auditivamente desde la aguja sobre el surco y hasta el mínimo arreglo musical. Es el arte de volver a escuchar mientras el resto de los sentidos también se activan.
En el departamento de Fabián y Cristina todo es música. Desde los stickers de una infinidad de bandas que te reciben en la puerta de entrada, hasta los portavasos en forma de discos, cuadros y sobre todo, incontables historias que giran en torno al ruido que le da sentido a muchas vidas y almas.
Se le pregunta a Fabián qué harían si la relación llegara a su fin, cómo repartirían los discos, qué sería de la colección. No lo puede ni imaginar. No tiene respuesta, lo asume ilógico y en ningún terreno lo prevé posible. Con resistencia acepta el supuesto, pero su respuesta es contundente y no deja dudas: “Si tuviéramos un problema, lo arreglaríamos como nos conocimos: musicalmente”. Lo que Pink Floyd unió, nada lo puede separar.