Morelia, Mich (OEM-Infomex).- A los nueve años de edad, el Emperador Sairy hizo un descubrimiento que le cambiaría su vida. Como todo niño curioso, decidió hurgar en la mochila de su padre y entre los objetos que encontró, se hallaba una máscara de luchador. Al pedir explicaciones, no quedó de otra que comunicarle la verdad: frente a él no sólo estaba su papá, sino también el Conquistador.
Ya con más frialdad y haciendo un análisis de su cotidianidad, comprendió el porqué de las repentinas ausencias de su padre en el hogar y las idas y venidas. Era un luchador, una herencia que, a partir de ese momento, le estaba transmitiendo sin planearlo.
“Me imaginó que como muchos papás, no quería que yo me enterara de lo que hacía, pero a partir de ahí, cuando se podía me llevaba a las funciones. Yo ya sabía de la lucha libre por las películas del Santo que transmitían por televisión, pero realmente me enganché cuando vi a los luchadores en el ring, me llamaba la atención todo lo que hacían y ya no sólo las máscaras”.
Teniendo al Conquistador como su primer ídolo del deporte, a los 15 años decidió que él también quería ser un luchador y le pidió a su padre que lo entrenara. Aunque en un inicio éste se negaba, las buenas calificaciones en el primer año de preparatoria terminaron por convencerlo.
Los primeros meses todo se reducía a los entrenamientos y al esfuerzo físico que implicaba su práctica, pero como una cosa lleva a la otra, llegó el momento en que el deseo de saltar al profesionalismo fue más fuerte. En el mes de septiembre de 1992, Emperador Sairy realizó su debut en la arena del municipio de Zacapu, aunque en aquel entonces, lo hizo bajo el nombre de Conquistador Junior.
Tras este primer salto y con el pasar de las funciones, se percató de que su personalidad no tenía las características idóneas para ser un luchador técnico como su padre. “Mi temperamento provocaba que hiciera cosas más fuertes y la misma gente comenzó a decir que yo era rudo, entonces fue cuando decidí cambiar de bando y también elegí el nombre de Emperador Sayri, por ser el último en su rango dentro de la cultura inca, antes de la colonización”.
Ahora, con 30 años de carrera y 47 de edad, el Emperador se sitúa arriba de un ring que se ubica en el barrio de Colinas del Sur, donde imparte su conocimiento a niños y jóvenes.
Desde ahí, somete a prueba la memoria: habla de sus vivencias en la lucha libre.
Más allá de conocer estados y compartir carteles con luchadores como Gronda, los Hijos de Blue Panther, Último Guerrero, Atlantis y Octagón, la lucha libre le ha dado experiencias sensoriales que pasan del nerviosismo a la adrenalina. En cuanto se pone la máscara, ya no es el mismo.
“Cuando estoy en vestidores me sigue pasando lo mismo pese a los años que llevo en esto: el nerviosismo me asalta, pues aunque uno está seguro de lo que sabe hacer, no sabes cómo va a reaccionar la gente. Subes al cuadrilátero y esa sensación se mantiene, hasta que con el pasar de la batalla se va sustituyendo por la adrenalina y es cuando comienzas a hacer cosas que no tenías planeadas”.
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Dentro del mundo de la lucha libre, los rudos no saben de ovaciones ni halagos, pero para el Emperador cada mentada de madre es lo equivalente a un aplauso. “Significa que estamos haciendo bien nuestro trabajo”, se enorgullece.
Ante la pregunta de cuál es el mayor aprendizaje que le ha dejado la lucha libre en tres décadas, enumera tres aspectos sin mayor problema: la disciplina que conlleva el deporte, la retención de la memoria para saber qué movimientos harán sus contrincantes y la paciencia para ser más tolerante, tanto arriba como abajo del ring.
Para demostrar sus habilidades técnicas, hace llamar a un alumno y en una exhibición de cinco minutos le aplica llevas, ruedan, vuelvan de un lado a otro y hacen retumbar el ring una y otra vez.
Con un cansancio que no tarda en transformarse en dolor, el pupilo suplica que todo acabe. “Me rindo, me rindo”, expresa mientras su cuerpo deambula sobre el aire. Ha quedado claro: Todavía hay Emperador para rato.