Morelia, Michoacán (OEM-Infomex).- La digitalización de los textos y los modos de lectura –cuya tendencia es la prisa y el fácil consumo–, son factores que terminarán por condicionar la permanencia del libro impreso en un futuro, mismo que “corre el riesgo de convertirse en pieza de museo”.
Así lo refirió Celso Vallejo Alvarado, ex bibliotecario de la Facultad de Filosofía “Samuel Ramos”, perteneciente a la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo (UMSNH), quien alertó sobre el uso habitual de los dispositivos móviles y sea ésta una de las primeras señales del ocaso del objeto libro.
“Al ser más fáciles y cómodas las nuevas modalidades de consulta y acceso, me di cuenta de que el libro físico, con el tiempo, podría convertirse en un objeto obsoleto […] Además, yo sigo sin ver un uso muy activo de las bibliotecas y ahorita con estos méndigos aparatos, estamos dejando de lado muchas cosas, el celular nos está absorbiendo”, advirtió.
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Entrevistado a razón del Día Nacional del Bibliotecario –instaurado en el 2004 por iniciativa de la Comisión de Bibliotecas y Asuntos Editoriales de la Cámara de Senadores–, el también abogado señaló que los volúmenes impresos pueden correr la misma suerte de los libros antiguos, si no hay un cambio de paradigma en las formas de lectura.
“Queremos todo rápido e inmediato; ya ni siquiera tenemos tiempo de sentarnos a leer o a platicar”, dijo al mostrarse escéptico del futuro y orillarse porque “los libros vayan a ser nada más un recuerdo o piezas de museo, como actualmente están los incunables y los libros antiguos”.
Sin embargo, ante un horizonte poco promisorio para la continuidad del impreso, Vallejo Alvarado señaló que los lectores “fetichistas” y aquellos que “disfrutan el placer de pasar las páginas”, constituyen una esperanza para que el libro permanezca como la tecnología de papel y tinta que es desde mediados del siglo XIV, cuando Johann Gutenberg revolucionó la imprenta.
Una institución secreta
Los alumnos de la Facultad de Filosofía le decían Don Celso. Platicar con él al salir de clase –tras haber soportado “los galimatías de la corporación”, como llama el autor francés Michel Onfray a los tecnicismos filosóficos–, era un bálsamo. El diálogo entre pares que pocas veces se lograba entablar con los profesores, era propiciado por el señor bibliotecario que, aún reconociendo no haber leído a muchos de los autores con los que se fatigaba al estudiantado, “le entraba al debate de forma empírica”.
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"Yo estuve peleando porque dejaran pensar a los alumnos, que no los indujeran. Para mí el alumno de filosofía es una mezcla de todo lo que lee, estudia y vive; lo que a mi me interesaba es que él dijera lo que pensaba, más allá de la inmadurez que les achacaban los maestros”, explica.
En una década al frente de la biblioteca de la Facultad de Filosofía –desde que la carrera se encontraba en un edificio de Madero oriente, hasta su traslado a Ciudad Universitaria–, Don Celso vio crecer el acervo y tuvo que defenderlo de los “lectores fetichistas” –alumnos y hoy reputados maestros– habituados a hurtar los libros y acumularlos en sus bibliotecas personales.
A distancia y con sorna, como un Diógenes discreto, Don Celso recuerda cómo hizo desatinar a un profesor que lo encontró arreglando el jardín y le preguntó si pensaba dejar la biblioteca por ese oficio.
"Sabe qué, sí me voy a dedicar a jardinero porque esto lo veo mas redituable: tengo tantos años en la facultad y todavía no veo un filósofo, y aquí tengo tres meses y ya empiezo a ver plantitas", contó entre risas.
Entre las satisfacciones que le trajo ser bibliotecario –profesión que sólo ejercería mientras terminaba Derecho y terminó siendo su trabajo en la Universidad Michoacana–, fue reconocido por el Instituto de patología del libro de Roma, gracias a su trabajo en el departamento de restauración de libros antiguos de la Máxima casa de estudios.