Morelia, Michoacán-(OEM-Infomex).- Mientras Leonila amarra fuerte los cordeles al cuello de las escobas, el megáfono del pueblo informa que por fin llegaron compradores a la plaza. Después de meses de pandemia hay venta de escobas. En su solar, un patio trasero, apila varias docenas de escobas que salen de reciclar la palma sobrante de huecillos.
"Es el sobrante de la fabricación de sombreros", explica Leonila. "Aquí todo se ocupa", se refiere a que toda la materia se recicla.
En la antigua isla de Jarácuaro, Michoacán, la labor purépecha de los sombreros de palma, estuvo a punto de acabarse con la pandemia del Covid-19, como si hubiera pasado la más fuerte tromba que arrebata los cultivos de temporada.
"No pudimos salir a vender en Semana Santa, estamos sin poder trabajar", dice la artesana que sobrevive al día y se ha visto forzada a retornar a las prácticas del trueque, para intercambiar sombreros y escobas por fruta y un poco de maíz.
En sí, todo el pueblo lo ha hecho así.
"Aquí siempre hay para comer, un poco de frijol y hacemos tortillas", cuenta Leonila.
Por fortuna, lo más duro para Jarácuaro ha sido soportar las restricciones sanitarias y parar la producción de sombrero de palma.
Ha oscurecido en el pueblo y la sombra de la artesana se alcanza a reflejar debajo de la luz amarilla de un foco instalado en su solar. Golpea su machete contra un tronco desgastado que corta de forma precisa las fibras largas de la palma para darle forma a las escobas.
También se sigue escuchando el megáfono del pueblo. Ahora cambió su discurso atrabancado por ofertas de la venta de atole y buñuelos.
"Antes habían puesto el filtro en la entrada del pueblo, pero ya se quitaron", comenta Leonila.
La primera reacción del pueblo para protegerse del virus, fue cercar y vigilar día y noche la única entrada.
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Se pusieron piedras y grupos de jóvenes encabezados por la autoridad comunal revisaban las unidades de transporte público para pedir a la gente que usara cubrebocas y sólo salieran a lo esencial.
Se formó una especie de policía comunitaria que luego, no sólo impedía el paso de fuereños, sino también de los camiones cerveceros, comerciantes, aboneros y todos aquellos que incitaran al pueblo a salir.
Pueblo Fiestero
"Suspendieron todas las fiestas patronales" el pueblo de Leonila es fiestero y se engalana por lo menos unas cinco veces por año: El 22 de enero celebran con cuatro días de jaripeo, al Señor de la Misericordia, el 03 de mayo con una comida en el pozo de agua y música a la Santa Cruz, luego un baile para festejar el Sábado de Gloria en marzo.
En junio existen dos fiestas: el Corpus Cristi en la que unos 10 cargueros contratan bandas y agradecen el año de trabajo con una lluvia de sombreros en el atrio; y, el 29 de junio en honor a San Pedro, el patrono de Jarácuaro.
Quizás de las fiestas más antiguas en esa isla es el 02 de noviembre, fecha en que realizan un festival cultural con danzas y orquestas del mismo pueblo e invitados. Celebran a las llamadas "animich Jimbo", pero también a los vivos, con un baile durante la noche de ese día.
"Ahorita todo está muy triste, porque no hay fiestas", reitera la artesana.
Labor Puré
La economía del pueblo se basa en una producción artesanal y semi-industrial del sombrero de palma. Una familia como la de Leonila produce un promedio de 50 sombreros por día, pero existen pequeñas empresas que sacan una línea diaria de hasta mil piezas. Ellos son los que acaparan el mercado, imponen los precios y a los revendedores.
A familias como las de Leonila les adquieren su producto para evitar que salgan a competirles a los estados donde llega el sombrero de Jarácuaro.
"Uno produce poco, sólo para sostenerse", explica la artesana.
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La antigua isla es una enorme fábrica de sombreros, y desde la infancia se enseña el proceso a las generaciones, desde tejar la palma (labor que ya se extinguió), destrenzar, planchar, coser, adornar, pintar y vender.
Una pieza en bruto, se vende entre los mismos compradores del pueblo en un promedio de 10 pesos, con una ganancia de unos tres pesos. Por ello, Leonila prefiere invertir en armar su carga y salir a vender su propia mercancía a las ferias y zonas turísticas. En eso está su ganancia y sustento. Pero el virus lo vino a "fregar todo".
Los que no llegan a tener el capital para adquirir una máquina de coser, que oscila en los 15 mil pesos, deben migrar a la pizca de tomate a Culiacán, Sinaloa. Por temporada a Jarácuaro arriban autobuses que salen cargados de familias y los retornan cada seis meses. Es una vida aún más dura, porque los jornales son largos y la paga es mediocre y sin seguridad social contra accidentes.
Una vida sin virus
Leonila ha tenido una vida de pocas enfermedades. La atrofia después de años una sinusitis recurrente, pero su salud, se podría decir, es buena, al igual que en la mayoría de mujeres de su generación, que han resistido a todos los tiempos malos.
"Antes aquí no había muchas enfermedades, porque comíamos todo lo que dejaba la tierra", recuerda la campesina.
Aún así, teme. "Ya antes de diciembre anuncian cuando llegan a vacunar". Sí, la gripe de temporada invernal es quizás la que genera más enfermedades en el pueblo. La que tira a la cama a hombres, niños y mujeres por igual. Pero nunca al grado de parar a todo la comunidad "sombrerera".
"Ahorita sólo me dio un poco de gripe", revela Leonila. Ella es una mujer de pocas enfermedades que creció con lo que el lago proveía y conoció el hambre de días. También aprendió a sostenerse hasta en los peores días.
Por eso no deja de cortar con su machete las puntas de la palma para sus escobas. Amarra y aprieta bien el cordel, al igual que a la crisis que se sobrevino con el virus.