Por: Yurisan Berenice Bolaños Ruiz
Sólo tú haces de mi memoria
una viajera fascinada,
un fuego incesante.
Eeva Kilpi
En 1778, Eleanor Butler y Sarah Ponsonby, escandalizaron a la aristocracia irlandesa de la época al asumir una forma de vida que iba a contracorriente de los convencionalismos sociales propios de finales del siglo XVIII. Huyendo del matrimonio forzado y de familiares abusivos, deciden retirarse al campo para vivir en la mutua compañía. Después de varios intentos de fuga frustrados, Eleanor y Sarah logran establecerse en un pequeño pueblo galés en donde pasaron 50 años de vida en común. La curiosidad frente a dos mujeres viviendo juntas fue mayúscula, su fama se extendió por toda Europa y, pese a sus deseos de aislamiento, fueron visitadas por personajes relevantes del ambiente cultural inglés, por su casa pasaron poetas, nobles y escritoras quienes dedicaron prosas y versos a las llamadas “señoritas de Llangollen”. El poeta romántico William Wordsworth, por ejemplo, las llamó en un soneto las “hermanas enamoradas”. Con el tiempo, las señoritas de Llangollen se volvieron un caso paradigmático en la historia de la amistad femenina.
Quizá hoy no despierte tanta suspicacia que dos amigas vivan juntas, pero en el siglo de Eleanor y Sarah, la amistad femenina apenas comenzaba a ser aceptada socialmente, cierto es que no era un fenómeno nuevo, los vínculos afectivos entre mujeres son tan antiguos como la civilización humana. Sin embargo, estos lazos fueron obviados por la historia y la literatura; así lo constatan los documentos sobre la amistad que, durante los primeros milenios de la historia de occidente, se ocupan sólo de las relaciones entre varones. Desde el relato babilónico de Gilgamesh, pasando por la cultura griega y romana, hasta los humanistas del Renacimiento, el espacio de la amistad es enteramente del dominio masculino. La amistad de los hombres se ensalza a lo largo de los siglos, pues se le supone funciones no sólo personales sino cívicas. Ellos son aptos para la amistad en tanto están hechos para la vida pública; las mujeres, por su parte, reducidas al ámbito doméstico no podían aspirar a tales alianzas. Los prejuicios respecto a la amistad femenina arraigaron profundamente en la mentalidad occidental y, a pesar de que en el siglo XVI las mujeres y sus relaciones comienzan a ser motivo de interés literario, todavía en la segunda mitad del siglo pasado, C. S. Lewis, el autor de las Crónicas de Narnia, postulaba la incapacidad femenina para establecer relaciones profundas y elevadas como las que se establecen entre dos amigos varones.
Sin embargo, las mujeres siempre hemos encontrado estrategias para que la amistad femenina sea una constante, ni los dispositivos culturales que aclaman la rivalidad “propia de nuestro de género”, ni los abiertos olvidos de una historia que sólo es capaz de valorar las experiencias masculinas, nada ha sido capaz de apagar en nuestro espíritu el deseo de relacionarnos afectivamente entre nosotras. Las guerreras mesoamericanas, las monjas medievales, las intelectuales francesas del siglo XVII, las escritoras del diecinueve; ellas –como nosotras– han tenido una red de mujeres que les brinda soporte frente a un mundo masculino que se esfuerza en negar toda experiencia femenina de vida. Quizá hoy más que nunca sean las amigas las que nos ayudan a resistir y afirmarnos en un entorno siempre hostil. Y ya sea carnal o meramente espiritual, la hermandad entre mujeres es –como decían las feministas norteamericanas de los sesenta– sumamente poderosa.